A Mons. J. Guadalupe Martínez Osornio, de cuyas manos recibí el sacramento del Bautismo, con motivo de su 50 aniversario de Ordenación Sacerdotal
Los hechos sucedieron en febrero de 2015 pero sólo el pasado jueves 14 de este mes de Abril se dieron a conocer en las redes sociales: la tortura de una mujer en Ajuchitlán del Progreso, Gro., a manos de dos elementos del Ejército Mexicano y un Policía Federal. La noticia conmocionó no sólo a nuestra Patria, sino en este tiempo de globalización al mundo entero.
Frente a estos hechos, el sábado 16 del presente, el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda, emitió un mensaje en el que afirma fueron “actos irracionales y equivocados, que indignan y denigran a las fuerzas armadas”[1]; también dijo que son hechos “aislados”. Aislados o no, nunca debieron ocurrir.
Estos hechos recuerdan lo sucedido en la prisión de Abu Ghraib, Irak, en 2003, cuando militares estadounidenses torturan a varios prisioneros. En ese contexto, el lunes 7 de Junio de 2004, el Wall Street Journal publicó extractos de un documento del Pentágono, con fecha de 6 de marzo de 2003, en el que se presentan una serie de posibles justificaciones legales de la tortura, mismos que pueden resumirse en tres afirmaciones principales. La primera: se puede actuar en base a órdenes dadas. Quien tiene el poder absoluto es incontestable en su ejercicio. En el fondo resuenan teorías de T. Hobbes y M. Weber: la violencia pública, la del Estado, es la única legítima, y a la base estaría el contrato social. La segunda: el estado de necesidad; es decir, ciertas circunstancias harían posible éticamente justo aquello que en otras situaciones no lo sería. Subyace la ideología llamada consecuencialista o proporcionalista: el bien de todos es superior al de una persona; no hay bien o mal en sí mismos, todo es relativo a la utilidad que proporciona. El tercer intento de justificación: el principio de autodefensa. Si estoy “razonablemente convencido” de que si no lo hago yo, me matarás tú (una persona colectiva), entonces es mejor que lo haga yo. El razonamiento es: como no se me puede pedir que el sacrificio de la vida, entonces es justo que la preserve.
En otras palabras, según estos intentos de justificación de la tortura, se deriva que del principio de que la orden del Soberano es legítima, entonces se debe obedecer siempre; del principio que la seguridad de una comunidad es el bien, deduzco que puedo, es más, que debo tutelarla a cualquier precio, incluso sacrificando a alguno; del principio que debo salvaguardar la vida, se deriva que, si ésta es amenazada, puedo matar. Aquí volvemos a la pregunta siempre antigua y siempre nueva: ¿qué es el derecho natural? Esto es, creemos firmemente que la justicia funda la ley y no viceversa. En otras palabras, existen unos principios que fundan el razonamiento moral y no son fundados, es lo que en la tradición de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino se denomina “naturaleza”, ésta es el fin del hombre, es lo que el hombre llega a ser cuando sus potencialidades son plenamente realizadas. Las leyes de la naturaleza expresan las exigencias del hombre, entendidas incluso en sentido también muy material: por naturaleza el hombre debe tener con que nutrirse, debe tener una familia, debe poder realizarse en el trabajo, etc. En este sentido se dice que el (poder) comer, la familia, el trabajo, son “por naturaleza”. Luego entonces, la ley positiva debe traducir estas exigencias “naturales” en el marco del actuar humano, de la coacción y de las estructuras sociales: la ley positiva, lo “legal”, debe traducir todo esto en el actuar histórico del Estado y de los asociados. En efecto, si la ley humana se distancia de aquella natural, “ya no será ley, sino corrupción de ella”: lo jurídico funda lo legal y no viceversa. La ley no está subordinada a la política —como sucede en el mundo moderno—, esto es, al poder soberano, sino a lo jurídico, al conjunto de valores compartido en la sociedad, no al querer del Estado[2].
Por otra parte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (19458) afirma en el art. 5: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Lo mismo afirma el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Humanos (16 de diciembre de 1966), al que México está vinculado (23 de marzo de 1981. Adhesión), en su art. 7: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. En particular, nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos”. En la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes (10 de diciembre de 1984), a la que México está vinculado (23 de enero de 1983. Ratificación), en su art. 1, dice que por tortura se entiende: “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”.
El 27 de Junio de 2004 después de la oración del Angelus, afirmaba el Papa Juan Pablo II a propósito de la tortura: “Ojalá que el compromiso común de las instituciones y de los ciudadanos contribuya a erradicar completamente esta intolerable violación de los derechos humanos, radicalmente contraria a la dignidad del hombre”.
Si como afirma Z. Bauman[3], que la relación con el otro vuelve a ser el hecho crucial de la condición humana, entonces se degrada más quien la comete que quien la padece, porque es la negación más profunda de la condición humana.
Pbro. Mtro. Filiberto Cruz Reyes
[1] La Jornada, 17 de abril de 2016, p. 2.
[2] Cfr. De Bertolis, Ottavio; La perversiones del diritto: la tortura, en La Civiltà Cattolica 2004 IV 25-35.
[3] Citado por Magatti, Mauro; “Torture, diritti umani, democrazia”; enAggiornamenti sociali 55 (2004) 524.