La segunda llamada(1)

René Voillaume  

Aprovecho la calma de algunos días en la Isla de Saint Gildas para escribirles un poco extenso antes de Pascua, para comunicarles algunas observaciones que he sido llevado a realizar en estos últimos meses. Se trata de nuestra fidelidad al Señor y a su llamada, en las grandes y las pequeñas cosas, a la mitad del camino recorrido en la vida religiosa, así como en sus inicios.

El riesgo de la duración para nosotros, como para toda empresa humana, es el de un cierto desgaste del ideal perseguido y del esfuerzo hecho para realizarlo, desgaste que nos llevaría a contentarnos con la mediocridad en la santidad. Con el pasar del tiempo y con la madurez de la edad surge la tentación de un compromiso entre las exigencias sobrenaturales del amor del Señor y aquellas de nuestra personalidad de hombres adultos. Cada año un mayor número de nosotros llega a esta etapa decisiva de la vida espiritual, etapa en la que debe efectuarse por última vez la elección entre Jesús o el mundo, entre lo heroico de la caridad o la mediocridad, entre la cruz o un cierto bienestar, entre la santidad o una honesta fidelidad al compromiso religioso. También la comunidad misma de la “Fraternidad”  llega a esta misma madurez. ¿Frente a la grandeza de la obra que Jesús quisiera realizar a través de sus Pequeños Hermanos soy tal vez solamente yo quien ha advertido este peligro de hundimiento y esta angustia en el constatar esto que nosotros hacemos en concreto con las exigencias de su llamada a seguirlo a través del mundo? Me dirijo hoy a los hermanos profesos ancianos más bien que a los novicios o a los profesos jóvenes, también si estos últimos tienen mucho que ganar al considerar con realismo y con coraje esto que, en un próximo futuro, serán para ellos las exigencias de la vida religiosa. Aprender a superar generosamente las etapas sucesivas del crecimiento del Cristo en nosotros es igualmente importante como el haber empezado bien dejando todo por seguir a Jesús al momento de la primera llamada que nos ha conducido al noviciado. Esta perseverancia es esencial porque no sirve de nada comenzar si no se llega hasta el final. El hermano Carlos de Jesús permaneció fiel toda la vida a esta divisa familiar que le era muy querida. “Cuando se parte para hacer cualquier cosa, no se debe regresar sin haberla hecho”. El todo no es abandonar la barca y las redes para seguir a Jesús durante un cierto tiempo, sino más bien ir hasta el Calvario, recibir la lección y el fruto, y avanzar con la ayuda del Espíritu Santo hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad.

Es más importante de lo que se piensa el haber entendido bien la respuesta del Señor a sus apóstoles que se admiraban de la dificultad de la vía de los consejos evangélicos: “Es imposible para los hombres, pero no para Dios; en efecto, para Dios todo es posible”. Esta constatación del Señor y esta promesa llena de esperanza no se aplican solo al abandona de las riquezas y a la castidad, sino a todas las exigencias de la vida religiosa, a la obediencia, a la oración, a la caridad. Ciertamente nosotros hemos creído a lo que el Señor decía, pero sin saber totalmente a dónde nos habría conducido en nuestro caso personal, muy concreto, ni cómo se manifestaría en nosotros cierta imposibilidad. Desde este punto de vista me parece que se podrían distinguir tres etapas en la evolución normal de una vida religiosa.

En la primera etapa no hemos hecho todavía la experiencia de la imposibilidad humana y natural en la cual somos capaces de vivir de acuerdo con el orden sobrenatural de los consejos. Durante la juventud, existe en efecto como una correspondencia entre la generosidad propia del temperamento de esta edad y la llamada de Jesús a dejar todo para seguirlo. No nos parece que la pobreza, la castidad, la obediencia, la oración y la caridad presenten algunas dificultades insuperables. Por otra parte, la pedagogía divina del Maestro que llama contribuirá también ella a mantenernos un poco en una ilusión provisoria, sin la cual tal vez ninguno tendría el coraje de dejar todo por seguir a Jesús y llevar su cruz.

Sin contar con que, en este periodo de juventud, las exigencias de la santidad nos aparecen sobre todo bajo su aspecto sensible, estaba por decir bajo su aspecto natural de realización. La pobreza, por ejemplo, nos aparece como un despojo material: seremos, más bien, exigentes en este campo y para muchos será una necesidad sensible cuya satisfacción les procurará una verdadera alegría. Jesús nos dilata el corazón en este sentido, y es precisamente esto que Él quiere que lo da a los que inicia. Por otra parte,  tenemos ideas muy personales al respecto, porque es difícil no tenerlas cuando se es joven, y porque las aspiraciones naturales y espontáneas nos empujan a ser pobres de un modo o de otro. La pobreza material no nos da miedo. Lo mismo es para la obediencia, cuyas verdaderas exigencias están todavía escondidas: la vida religiosa es todavía nueva, está delante de nosotros, y hasta que creamos tener alguna cosa por aprender de los hermanos más ancianos, somos espontáneamente dóciles y damos fácilmente crédito a nuestros Responsables. No quiero decir que no existan dificultades, pero no sabemos todavía todo aquello que incluye el misterio de la obediencia.

En cuanto a la castidad, tenemos tal vez las dificultades comunes con los jóvenes, pero no tenemos miedo del futuro, y nuestro corazón se llena fácilmente del amor que llevamos a Jesús y que, hasta ahora, se ha manifestado siempre de modo más o menos sensible. A una advertencia como aquella de Jesús a Pedro, no vacilaremos a responder rápidamente como el Apóstol: “Señor, contigo estoy listo para ir a prisión y a la muerte”. Esto no constituye todavía un problema para nosotros. Existen, es cierto, algunos momentos duros, pero pasan y el Señor está de nuevo junto a nosotros. El Evangelio nos parece todavía rico de una cantidad de cosas que descubrimos cada día y el estudio teológico nos hace penetrar con estupor en la grandeza de los misterios de Dios. Somos felices de haber sido llamados por Jesús y no dudamos de poder serle fieles. La caridad nos parece fácil aunque, tal vez, nos reprochan muchos defectos que pensamos poder vencer fácilmente con alguna generosa revisión de vida y con la ayuda de nuestros hermanos. Por otra parte, en el noviciado y durante los primeros años de nuestra vida de Pequeños Hermanos constatamos sensibles progresos. Pero existe todavía una dimensión de la caridad que se nos escapa, y, torpemente, hacemos sufrir faltos de delicadeza. Nuestra caridad es todavía muy humana, muy naturalmente espontánea. Y sentimos en nosotros movimientos de simpatía universal. El llegar a ser los hermanos de aquellos hombres tan diversos a nosotros que nos atrae a lugares lejanos nos parece simplísimo: estamos impacientes de estar en medio de ellos, como uno de ellos. Todo en ellos nos parece bueno, simpático y nos sentimos muy capaces de darles nuestra simpatía. No admitimos que se les critique, y condenamos con severidad a aquellos que nos parecen menos entusiastas. Lo que no nos impide ser insoportables a los demás ni desanimarnos a la primera dificultad; pero no pensamos frecuentemente en esto que es bien poco evidente para nosotros. En cuanto a la oración prolongada y silenciosa ésta es cierto que, al inicio, nos ha parecido, salvo algunas excepciones, la cosa más difícil. Pero las gracias del noviciado y nuestro deseo de manifestar a Jesús nuestro amor, nos mantienen fieles. Por otra parte, hemos recibido gracias de luz y nos parece, con un poco de buena voluntad, mantendremos fácilmente esta prueba de amor que queremos dar al Señor. Somos fácilmente conmovidazos por el sufrimiento de los hombres y por el mal que nos circunda y que queremos llevar delante del Señor en la oración. Ahí encontramos una ayuda y tememos, alguna vez, que la falta de contacto con los hombres quite una de las razones sensibles que nos empujan a una mayor generosidad en la oración. Sí, nos parece que con un poco de coraje podremos ser fieles a todas estas exigencias de la vida de un Pequeño Hermano descubiertas durante el noviciado y en los primeros años de vida en Fraternidad. En todo caso, y también en los días oscuros, —porque los hay— todo esto no nos parece radicalmente imposible, como lo ha predicho el Señor. ¡Difícil sí, imposible, verdaderamente no, con un poco de coraje!

  *  *  * 

Ahora, con el tiempo y con la gracia de Dios, poco a poco, insensiblemente, todo cambia. El entusiasmo humano deja el puesto a una especie de insensibilidad para las realidades sobrenaturales, el Señor nos parece cada vez más lejano y en ciertos días un cierto cansancio se apodera de nosotros y somos más fácilmente tentados a aceptar a orar menos y a hacerlo de un modo mecánico. La castidad nos presenta dificultades que no habíamos considerado: algunas tentaciones son nuevas; sentimos en nosotros como una pesadez  y buscamos más fácilmente algunas satisfacciones sensibles. Por otra parte seremos llevados, instintivamente y sin siquiera ver en ello algo malo, a conducir una vida un poco más independiente, sin tener en cuenta a nuestros Responsables. La apertura nos parece menos necesaria, la caridad más difícil. La adaptación a otro pueblo nos deja alguna vez desanimados, y vemos solamente los defectos que nos fastidian allá donde antes encontrábamos todo bien: comenzamos a criticar, con facilidad, no alcanzamos a hablar fluidamente la lengua ni tampoco a entenderla suficientemente. La pobreza se nos hace pesada. Consideramos mejores nuestras ideas. En ciertos días nos lamentamos de no poder comer mejor y de no sentirnos un poco más libres. ¡Finalmente quisiéramos hacer de nuestra vida algo más interesante! Y siempre el Señor calla, silencioso, y no nos prodiga  más las alegrías sensibles de la intimidad, aquellas alegrías que nos hacían tan fácil el considerar todo con optimismo.

Llegar a sentir todo esto es normal, sin que haya existido infidelidad grave por nuestra parte ni abandono de parte del Señor. Aunque hayamos sido fundamentalmente fieles a las exigencias de nuestra vida religiosa, debemos llegar, más o menos, a experimentar estas diversas impresiones o tentaciones. En una palabra, entramos progresivamente en una fase nueva de nuestra vida, descubriendo, a nuestra costa, que las exigencias de la vida religiosa son imposibles. Experimentamos que la pobreza no debe ser solo material, sino debe alcanzar el desprendimiento de nosotros mismos y de toda acción interesada. La castidad integral, la obediencia con todas sus consecuencias, la caridad hasta el don total de nosotros mismos a los otros, toda una vida centrada sobre el valor contemplativo de la adoración: estamos experimentando que todo esto es imposible, que supera nuestras fuerzas y es contrario al desarrollo natural de nuestros instintos y de nuestra personalidad. ¡Sí, es imposible! ¡Jesús nos lo había dicho, pero ahora todo aparece bajo una nueva luz y precisamente en el momento mismo que Jesús está lejano y casi sensiblemente ausente de nuestra vida! Humanamente Él no está más. Ni podemos contar más con el entusiasmo juvenil que los años han apagado en nosotros. Esta imposibilidad tal vez no apareció de golpe y en un modo igualmente brutal para todos los aspectos, pero, más o menos conscientemente, ésta llegará a ser para nosotros una evidencia. Tampoco osamos confesarlo mucho a nosotros mismos, porque esto nos obligaría a tomar netamente posición. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo salir? Si no abordamos francamente esta etapa, esta toma de conciencia de la imposibilidad radical para las fuerzas humanas de vivir una vida religiosa sobrenatural y de servir a Cristo con su cruz, corremos el riesgo de caer en disfrazado desánimo, ya sea de engañarnos bajando nuestro ideal a un nivel aceptable, alcanzable, en una palabra, posible.  Ahora esto se verifica frecuentemente en esta etapa crucial de la vida religiosa: el desánimo o bien la aceptación semiconsciente de la mediocridad, porque para hacer la vida religiosa viable habremos aceptado de hecho introducir un sustituto. Nos buscaremos un centro de interés humano, una razón de vida que sea, bien o mal, conciliable con las apariencias de la vida religiosa o con una observancia honesta pero resumida de nuestros compromisos.  Si por el contrario a fuerza de lucidez y para permanecer plenamente fieles al Señor rechazamos este compromiso, el desánimo esperará. En verdad, Jesús nos hace experimentar hasta el final y de modo inesperado, la imposibilidad de seguir el camino sobre el cual Él mismo nos ha enviado.

¡Lo que es todavía más desconcertante, es el hecho de que entre más hayamos sido generosos y fieles a la gracia, más éste camino nos parecerá imposible! En efecto, las exigencias de la pobreza, del desprendimiento interior, de la castidad, de la obediencia y de la caridad nos aparecen bajo una nueva luz, y éstas son más grandes de lo que habíamos imaginado. Ahora, el ver abrirse delante a sí un horizonte siempre más infinito es una gracia inestimable, porque es la prueba que Jesús está presente con su luz. En este camino, llegado a ser tan austero, ¿cómo no desanimarse por la inmensidad de la distancia que nos separa de la meta? Puesto que ésta se ha alejado nos cuesta mucho ver que no hemos retrocedido en lugar de avanzar. Todo en efecto ocurre como si hubiéramos retrocedido, y nos parece haber fracasado. Además hemos descubierto los defectos, las imperfecciones de los religiosos y de los sacerdotes que nos rodean y sentimos claramente que muchos de ellos están en el mismo punto.

¿Para qué sirve intentar lo imposible? Puesto que para nosotros el ser perfectos es imposible, no nos queda que contentarnos con una vida honesta. ¡Pero una simple vida honesta en el seguimiento de Jesús crucificado cómo es miseria y qué desilusión! Y sin embargo, si supiéramos lo que Jesús espera de nosotros en este momento crítico de nuestra vida religiosa, si supiéramos lo que Él espera de una etapa que no es un regreso como nosotros lo imaginamos sino una puesta en acto de las condiciones para una nueva partida, para el descubrimiento de una vida según el Espíritu y la fe, con la convicción, que todavía debemos adquirir, ¡que una tal vida es entonces posible con Jesús!

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En estos últimos días, he comprendido bruscamente que mi angustia deriva del hecho que un número siempre más grande de nosotros llega a esta etapa decisiva. Y es el momento en el cual, de pie sobre la superficie agitada del mar, empezamos a hundirnos porque tenemos miedo. ¿Miedo de qué? ¿No es acaso por órdenes de Jesús que hemos comenzado a caminar en estas condiciones? No sabíamos. Sin embargo cada cosa se ha desarrollado hasta ahora como debía y la adolescencia de nuestra vida espiritual está terminando. Vivir según el espíritu, en el desprendimiento interior, según una ambición de grandeza alejada de nosotros pero que se ensancha en la ambición misma del Corazón de Jesús, vivir en la humildad y en la desconfianza hacia nosotros mismo, aceptando finalmente de no ser nada para nosotros y todo para Él y para los otros, aceptando creer contra toda esperanza y perseverar en la oración, tocando tal vez en una puerta que permanecerá cerrada tal vez por años, y después aceptar volver a partir, en una nueva prospectiva, hacia un nuevo modo de ser pobres, obedientes, castos, caritativos, orantes: esto es lo que será esta nueva etapa.. Sin embargo no encontramos más en nosotros motivo de consuelo, y para evitar desanimarnos debemos dejar de mirarnos y saber reencontrar a Jesús, que nunca ha dejado de estar presente, pero cuya presencia es ahora muy diversa de aquella anterior. Toda nuestra vida nos parecerá suspendida de un hilo que no alcanzamos ver lo suficiente para poder constatar su solidez. Como un hilo de nylon esto nos parece de tal modo sutil y transparente de hacernos perder el sentido de seguridad que teníamos en los inicios de nuestra vida religiosa. Como el alpinista lleno de vértigo, no tenemos ya el derecho de mirar hacia abajo, de seguir con la mirada la pared a la cual estamos adheridos, bajo pena de separarnos o de no poder avanzar más: estamos condenados a mirar solo a lo alto o bien a no llegar a la meta.

Para hacer posible esta tercera etapa lo que nos queda por descubrir y por vivir es el creer que Jesús ha dicho la verdad cuando ha afirmado que “esto es posible para Dios”. Un gran número de nosotros está en este punto; siento el riesgo y quisiera que una oración intensa de todos nosotros nos preservara de otro peligro: aquel de una vida religiosa falsificada bajo las apariencias intactas. ¿Cuántos de entre nosotros se “instalarán” así? Es un secreto que sólo Jesús conoce, y yo prefiero no pensar en ello porque no alcanzo a aceptar que alguno de nosotros esté entre estos rezagados…; ¿y sin embargo la ley de los grandes números no debería entrar en juego? Me reuso a admitirlo cuando pienso sucesivamente en cada uno de ustedes, porque cada uno ha sido llamado y, después de todo, queda libre delante del Señor, libre de volver a decirle su “sí” al inicio de esta nueva etapa. ¿la libertad del amor no es tal vez capaz de vencer “la ley de los grandes números”? Pero sobre todo quisiera que fueran persuadidos que este desánimo de nuestra vida espiritual, del cual sienten la tentación  o tal vez también la seducción en vuestro interior, no es el signo del final de algo generoso, sino, por el contrario, el signo de una nueva llamada del Señor. Una etapa es superada; queda otra que será decisiva. No debemos nunca decirnos desilusionados de la vida religiosa, sino ser más bien suficiente humildes para confesarnos vencidos por el Cristo humillado y crucificado, y para aceptar iniciar un nuevo camino, aquel del espíritu, de la fe y de un amor fuerte y sin ilusiones. El cambio de plan, la transferencia de régimen consiste en haber comprendido finalmente que una vida religiosa de Pequeño Hermano es humanamente imposible, que Dios debería encontrar el modo de hacerlo entender, y que sin embargo esta es posible para Dios, en la fe y en la caridad divina. En una palabra, debemos morir con Jesús y revivir con Él. Toda la vida religiosa consiste en esta muerte y esta vida, ¡pero nosotros no imaginábamos que esto se realizara así!

Una vez comprometidos con este nuevo plan, una nueva luz nos mostrará las nuevas exigencias en la práctica de los consejos de Jesús, del cual debemos continuar la realización con una generosidad también ésta renovada en cuanto ya no está apoyada en ningún entusiasmo sensible.

De cualquier modo, si queremos continuar avanzando debemos entregarnos con todo nuestro espíritu a la pobreza, a la castidad, a la obediencia y a la oración en vistas de un crecimiento continuo del amor. Es nuestra voluntad que debemos donar de nuevo; el esfuerzo de los inicios de nuestra vida religiosa debe ser renovado, porque el amor reside en nuestra libre voluntad, y esta nos pertenece integralmente y debe ser impregnada por la vida que la humanidad de Jesús nos comunica. Pero este trabajo de disciplina, en esta segunda oportunidad, tocará las zonas más profundas y más esenciales de nuestro espíritu. Es difícil compararlo a aquél de los inicios, porque nuestras necesidades, nuestros deseos, nuestros instintos profundos tienen ahora un objeto diverso. La conciencia de nosotros mismos nos revelado además obstáculos y raíces más profundas. Por lo tanto el esfuerzo generoso de un novicio y el de un Hermano que ha hecho la profesión perpetua no se realizarán del mismo modo. No debemos juzgarnos mutuamente, sino buscar entender. No estaría bien para un novicio querer vivir como un religioso de edad madura, ni para un profeso perpetuo volver a vivir como un novicio. Y está bien así, siempre que cada uno se done sin reticencias, evite las ilusiones propias a su edad espiritual, y apele a la renuncia total así como Cristo no cesa de formulárselo.

En estos últimos meses algunos Hermanos profesos han dejado la Fraternidad. Es normal que así sea, y esto, en vez de ser para nosotros una razón de turbación, debería parecernos como indicio de vitalidad y de verdad. Es una gran responsabilidad el aconsejar una vocación o buscar ver claro en el momento de la admisión a la primera profesión o bien a la perpetua; es difícil que no se verifiquen los errores. Algunos pueden ciertamente ser llevados a dejar la Fraternidad precisamente porque no han sabido superar la etapa de la madurez de la vida espiritual: nuestra vocación es difícil y no admite el más o menos en el ofrecimiento de sí a la acción del Espíritu Santo. Pero también existe la posibilidad de errores, e las exigencias de la vocación de Pequeño Hermano para una total fidelidad a su ideal pueden también no revelarse de inmediato. Me parece además, que esté por terminar el lento descubrimiento de los diversos géneros de vida que Jesús ha pedido a las Fraternidades de realizar en el mundo. Era necesario un cierto periodo para dejar aparecer todas las consecuencias del ideal de la Fraternidad y para permitirnos de precisar mejor las exigencias contemplativas. Muchos aspectos de este ideal se han hecho más claros, más precisos, poco a poco que iban naciendo las otras formas de vida de las Fraternidades, los Institutos Seculares, y los Pequeños Hermanos de Ministerio. Era necesario que las Fraternidades alcanzaran una cierta edad para que aparecieran de modo más preciso las necesidades a las cuales ellas deberían responder y, según los ambientes, los nuevos problemas que su sola presencia suscita.

Es así que la Fraternidad, en cuanto comunidad, alcanza ella también una etapa importante de su madurez, y que todos nosotros debemos ponernos de frente al ideal contemplativo esencial para realizar generosamente las exigencias.

No quisiera que, a la vista de este desarrollo de las Fraternidades, algunos entre ustedes se dejaran tomar por la tentación de preferir para ellas mismas una vida evangélica solitaria e independiente, más bien que aceptar los límites de una institución humana organizada. El mensaje de amor y de renuncia, de la pobreza evangélica y de la oración, no puede ser transmitido a un gran número de almas sino a través de una institución de la Iglesia. Ahora, Jesús ha querido precisamente las Fraternidades como una institución de la Iglesia, para difundir, a través de ellas, una vida y un espíritu según el Evangelio, para que un número más grande pueda acceder a la santidad, a través de estas instituciones.

Este crecimiento orgánico no se realiza ciertamente sin os riesgos que conocemos: la elaboración de una regla, dispersión costosa, realización de un mínimo de administración central, casas de formación y de estudio. ¿Pero cómo rechazar todo esto sin rechazar algo pensado, imaginado y querido por Cristo? Se hacen reproches que se lanzan a la Iglesia por motivos de su organización; y, sin embargo, no obstante sus defectos humanos, la Iglesia es como Cristo la ha querido divinamente.

Oro al Señor para que, en esta prospectiva, todos sean encontrados fieles a la gracia del renacimiento según el espíritu que en la próxima Pascua será dado a cada uno de nosotros y a la Fraternidad entera.

9 de Octubre de 2019

En Ejercicios Espirituales

(1) René Voillaume. La seconda chiamata. En https://www.assisiofm.it/uploads/La%seconda%20chiamata.pdf Consultado 8 de octubre de 2019. Traducción: Mtro. Filiberto Cruz Reyes.

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